Se acaba de cumplir un año del segundo proyecto más grande que he iniciado nunca, Recomendaciones y Tendencias. Una página web donde recomiendo productos o servicios y gano dinero a través de comisiones.
El mundo está cambiando, tan rápido que la mayoría no se está dando cuenta.
En este año he vendido cientos de máquinas de coser, de afeitadoras de barba, de batidoras, de aspiradoras, de proyectores, de libros, de casi cualquier producto que te imagines. Pero lo mejor de todo, o lo más raro, es que yo no sabía apenas sobre esos productos y ni siquiera los he visto con mis ojos ni tocado nunca con mis manos.
Debe ser que tengo habilidad para la venta en cualquiera de sus formas. También he contratado a personas que no he visto nunca, no he hablado con ellas, no sé su tono de voz, ni sus miedos, ni cómo se visten, ni si les gusta zambullir las manos en un saco de judías como a Amelié.
Soy parte de un cambio gigantesco que está afectando y afectará a toda la humanidad, soy un contribuyente a tiempo completo, soy una pieza imprescindible aunque sustituíble de un engranaje que se puso en marcha hace muchos años, soy la representación de la frase “El futuro ya está aquí, aunque aún no se ha distribuido para todos”.
Soy todo eso y también no soy más que alguien que simplemente tiene ganas de crear, de expresarse, alguien que piensa en el dinero como una manera de comprar el billete que me haga escapar de todo esto en lo que soy partícipe, ese lugar que yo fomento día a día donde no miras a los ojos a la persona que le compras y donde vuestras manos no se rozan cuando el dinero cambia de manos.
Un billete que me lleve al pasado para escapar del futuro imperfecto hacia el que me dirijo inexorablemente, un billete que me lleve allá donde aún vive mucha gente, alejados de la tecnología y cercanos, empapados, de naturaleza, allí donde disfrutan de que ese sea su presente y esperan, confiados, en que sea su futuro.
Futuro Imperfecto
Pienso en ese billete que me haga escapar y no puedo evitar sentirme egoísta, ya que yo contribuyo día a día a que el mundo se aleje del lugar mágico que siempre ha sido con la única y Antoniocéntrica finalidad de escapar de él, dejándoselo roto y descompuesto a los demás, y buscando ese refugio que me conecte de nuevo con la vida, un refugio antifuturo, algo así como una casita en el campo alejada de todo, alejada en la distancia pero sobretodo alejada en el tiempo.
Cuando estuve en Senegal aprendí que no podías ir a una tienda y decir “dame por favor un paquete de leche”, sino que, con toda la naturalidad del mundo, con toda la espontaneidad que te da una norma social establecida, tienes que interesarte sinceramente por cómo está el vendedor, por su familia y por el trascurso de su día, y sólo después, pasados muchos segundos desde que entraste por la puerta, posterior al intercambio de cálidas sonrisas, puedes pedirle por favor un paquete de leche.
Ayer entendí una vez más hacia dónde se dirige este mundo que me aterra. Estaba tumbado en la cama mirando el móvil, como todos los días, como tantas horas, como tantísimos segundos. Las manos extendidas al aire sujetando ese pedazo de tecnología, mi mente, mi cuerpo y todo mi yo dentro de esa pantalla de escasas pulgadas mirando cualquiera que sea la cosa que me aleja de la realidad, de la vida, de la felicidad.
Y digo felicidad porque últimamente me pregunto: ¿cuántas veces a lo largo de mi vida he sentido verdadera felicidad mirando la pantalla de un móvil o de un ordenador?, ¿cuantas de esas miles de horas me han aportado realmente una razón más para vivir, cuantas de esas veces ha sumado?
Por más vueltas que le doy no me salen las cuentas
De repente me di cuenta y tomé consciencia de que llevaba no-se-cuántos minutos perdido, fuera de mí y, como si me quitara un desagradable y biscoso bicho del cuello, tiré el móvil al extremo más alejado de la cama.
Al verme libre de ese parásito miré por la ventana, vi la luz entrar, el zarandeo de algunas hojas en el árbol del jardín, escuché la conversación de los vecinos, al hijo pequeño llorar, los ruidos de los coches a lo lejos, quizás un avión, las nubes.
Y respiré, te juro por mi vida que respiré tan profundamente como cuando aspiras esa primera bocanada de aire tras salir a la superficie después de haber calculado mal tu aguante dentro del agua de la piscina. Entonces, me di cuenta de que estaba vivo de nuevo.
Piénsalo.
He sentido felicidad innumerables veces viendo un atardecer, como cuando hace unos días subí caminando al cerro San Cristobal y traté de perseguir con la mirada la estela roja, cobriza, anaranjada y amarilla que formaban las nubes que cruzaban todo el cielo y todo el valle de Santiago, de cordillera a cordillera.
He sentido felicidad mirando el mar, jugando con la arena de la playa, acariciando animales, cocinando, aplastado contra mi asiento por la fuerza de un avión al despegar, haciendo ejercicio, bajo el agua de una ducha, viajando, leyendo, besando unos labios que parecían imposibles, escuchando la voz de alguien de mi familia.
He sentido felicidad de miles de maneras, pero no recuerdo apenas las veces que he sentido verdadera felicidad gracias a la tecnología, más allá de la felicidad que en ocasiones me produce escuchar música con mis auriculares, ir montado a kilómetros de altura en un avión o sacar la mano por la ventana en mi coche.
Desde luego, poca felicidad he sentido gracias a las novedades tecnológicas de los últimos años, esas que son el futuro, un futuro imperfecto, a mi parecer.
A veces me da por pensar todas las horas que he dedicado a algo que no suma, a mirar una pantalla que no me aporta, que sólo me quita, y en esos momentos me es inevitable preguntarme si no habrá otra manera de vivir.
¡Qué dichoso soy! le dije, y besé sus manos-. Me parece haber estado toda mi vida de viaje y llegar ahora a mi patria.
Ella sonrió maternal.
—A la patria nunca se llega -dijo amablemente —. Pero cuando los caminos amigos se cruzan, todo el universo parece por un momento la patria anhelada.Demian, de Herman Hesse.
Lourdes Estevez says
He vuelto a leer, (por tercera vez) tu escrito. Que razón tienes, cada vez nos apartamos más de lo que nos permite acercarnos a la felicidad que disfrutan las gentes sencillas, la naturaleza, amanecer en el campo, el silencio, la lluvia, contemplar el río, hablar con el pastor cuándo saca a sus más de 100 ovejas a pastar, está en este oficio desde los 8 años de edad, ahora tiene 83, yo creo que se puede ser más feliz acercándonos a nuestra naturaleza y disfrutar de las innumerables cosas que están a nuestro alcance. Yo desde aquí te animo para que en un futuro próximo compres un billete al pasado.
Fernando says
¡Gran reflexión!
Píllame un billete para mi también, que me has quitado las ganas de trastear en el ordenador para buscarlo yo… Jeje!
Un abrazo, Antonio. Sigue escribiendo así de bien y haciéndonos pensar!